Artículo publicado originalmente en Poker10Argentina, el 13 de agosto de 2012.
A Fabián L. Carpitella, quien seguirá siendo el mejor del mundo.
Cuando la tarde picaba y el agua de la pileta nos había arrugado tanto que se nos tornaba aburrida, mi primo y yo corríamos a merendar frente a la TV. Pero no había dibujitos ni noticieros o películas en pantalla, sino que el director de nuestras chocolatadas fue siempre una caja mágica que estaba ahí para divertirnos, distraernos y enseñarnos, a la vez, a competir sanamente. En un Sega Génesis (aka Mega Drive) jugábamos Mortal Kombat, y cada pelea era una experiencia única: los mismos personajes, los mismos golpes y trucos de siempre, pero en nuestro afán por derrotar al otro debíamos ingeniárnosla de algún modo y marcar la diferencia. Ambos queríamos ganar y de nosotros dependía el resultado de cada partida. Si en la semana habíamos practicado, buscado variantes y pensado en los problemas que nuestro rival nos podía presentar, el fin de semana vendría cargado de victorias y burlas ingeniosísimas. Y si nos poníamos las cosas difíciles, más tarde conseguíamos algo que nos hacía aún más felices: derrotar con facilidad a nuestros amigos, a los amigos de nuestros amigos y a los familiares de turno.
Los años avanzaban rápidamente y los juegos evolucionaron sin quedarse atrás por un segundo. La tecnología apuró el paso en esa maratón a la perfección que aún no termina, y por eso teníamos a nuestro alcance cada vez más opciones y plataformas donde demostrar que, si queríamos, podíamos ser mejores que el resto. Un día nació PlayStation y a los pocos meses mi primo consiguió una. Los juegos eran mucho más baratos que los de su antigua Nintendo 64 y podíamos divertirnos con cientos de títulos diferentes. Entre ellos, un tal King of Fighters llamó nuestra atención y juntos le dimos una chance. Con nuestros amigos y vecinos, pronto organizamos torneos y enfrentamientos semanales, al tiempo que decidimos frecuentar las casas de fichines. Allí, los chicos del barrio se reunían frente a pantallas gigantes —al menos para esa época— y se medían sin miedo para saber quién había sido el mejor esa semana. No había dinero ni premios o trofeos en mente, sino el enorme deseo, imparable, de ser el único que se quedase ahí sentado toda la tarde mientras los rivales desfilaban. Las primeras fichas que toqué en mi vida eran metálicas y tenían ranuras, se cambiaban por un crédito y, si nadie te ganaba, duraban toda la tarde. Quien más perdía más gastaba en fichas y quien más ganaba tenía un excedente que podía usar en la sesión siguiente. Cualquier parecido con el poker es mera coincidencia.
Cuando explotó en Buenos Aires el boom de los cibercafés, los juegos de computadora en red estuvieron en boca de todos los fichineros. Como mi compañero de aventuras había conseguido trabajo en uno de estos lugares, tuvo la oportunidad de probar las nuevas opciones a sus anchas. Por mi lado, junté unos pesos y alquilé una PC unas horas; pedí ayuda a los chicos que estaban jugando en red y en pocos minutos me uní a una partida de Counter-Strike. Quedamos maravillados prácticamente al mismo tiempo. Seis meses más tarde formábamos parte del mismo team y competíamos en torneos que entregaban, en general, premios en efectivo a quienes conformasen el podio. Decenas de «selecciones» de cinco jugadores de diferentes puntos del país se acercaban, cada pocos meses, a los grandes cibercafés que organizaban estos eventos mientras cientos de jugadores seguían los resultados desde sus casas. Los competidores solían tomarse las cosas en serio y todas las semanas organizaban prácticas y enfrentamientos. En otros continentes, jóvenes de nuestra edad se ganaban la vida con eso. Cobraban sueldos y representaban a diferentes patrocinadores, grandes marcas ponían plata en los equipos y ellos podían dedicarse profesionalmente. Circuitos internacionales surgieron con el crecimiento de la industria, y Argentina estuvo presente en unos cuantos. Algunos afortunados compitieron, tras largas etapas clasificatorias, en la World Cyber Games (donde, entre otros, Bertrand ElkY Grospellier sobresalió jugando StarCraft) y la CyberAthlete Professional League. Allí se enfrentaron con puntos de referencia en el rubro, a quienes imaginábamos acostumbrados a viajar por el mundo recolectando dinero y campeonatos. Mientras tanto, en la vida de todos los días, la realidad no acompañaba.
Si bien hubo equipos que se dedicaron profesionalmente y jugaron algunos torneos internacionales tras ganar muchos de los certámenes locales, el grueso de jugadores no podía dedicar su tiempo a un juego de computadoras. Todos entendíamos que se trataba de algo que iba más allá del juego, pero la vida seguía y no era posible competir en las mejores condiciones—lo que implicaba acordar entrenamientos y muchas horas de práctica— y a la vez pagar las cuentas. Entonces, en un rincón oscuro de algún cibercafé de Capital Federal, un monitor se encendió para que un pequeño grupo de adolescentes vea cómo un pro del Counter-Strike jugaba “poker online por plata de verdad”. Que es en dólares, que hay escuelas, que me hablaron sobre un torneo barato. Mi primo había dejado de contarme anécdotas cuando un amigo me comentó que el poker le pagaba la facultad. Estaba lleno de jugadores malos y sólo era cuestión de estudiar un poco.
Me enseñó a jugar y al poco tiempo, después de leer el primer tomo de Harrington on Hold’em y creer que eso me convertía en amo y señor de los paños, obtuve un segundo puesto en un torneo de $30 con rebuys y add-on en el que habían participado ochenta y tantos jugadores. Cobré unos jugosísimos $1.490, que eran casi dos de mis sueldos. Compré un maletín de 500 fichas, La Senda del Ganador de Juan Subiri y seguí jugando. Me encontré con el hecho de que había un enorme faltante de teoría del juego en español y aprendí a leer en inglés. Descargué y compré libros, estudié lo suficiente y encontré dónde ganarme unos buenos pesos. Cambié el joystick por un par de cartas y una pila de fichas de plástico, pero juego como al principio. Los rivales dejaron de ser los chicos del barrio, pero las charlas post-partida y las ganas de ser imbatible son prácticamente las mismas. Hoy, cuatro años más tarde, frecuento el casino y veo pasar caras que conocí en otro ambiente. Observo su comportamiento y los reconozco como lo que somos: jugadores. Sabemos de qué somos capaces y para qué somos buenos. Estamos preparados y vinimos a demostrarlo. Queremos ganar, pero sólo porque perder significa esperar para ser, una vez más y al menos por un segundo, los mejores jugadores del mundo.
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